La Nochebuena, celebrada cada 24 de diciembre, tiene su origen en la tradición cristiana como vigilia previa al nacimiento de Jesucristo. La elección de la fecha no fue casual: la Iglesia primitiva la ubicó cerca del solsticio para resignificar antiguas festividades paganas vinculadas al renacer de la luz, dotándolas de un nuevo sentido espiritual.
Con el paso de los siglos, esta espera nocturna dejó de ser exclusivamente litúrgica y comenzó a trasladarse al ámbito doméstico. Durante la Edad Media y, especialmente, en el siglo XIX, la celebración se volvió cada vez más familiar. Elementos como el pesebre —introducido por San Francisco de Asís— ayudaron a popularizar el relato del nacimiento y a convertirlo en una escena cotidiana dentro de los hogares.
En la Argentina, la Nochebuena adquirió rasgos propios producto de la inmigración europea y de las condiciones climáticas locales. Al celebrarse en pleno verano, las reuniones se adaptaron a cenas más livianas, encuentros al aire libre y largas sobremesas que anteceden al brindis de la medianoche, uno de los momentos más significativos de la jornada.
Más allá de las creencias religiosas, el 24 de diciembre se consolidó como una pausa colectiva. El saludo de las doce funciona como un gesto simbólico de reconciliación, agradecimiento y deseo de bienestar compartido, atravesando generaciones y credos en un mismo espacio.
Hoy, la Nochebuena combina fe, memoria y costumbre. Mantiene sus raíces cristianas, pero también se afirma como un ritual social que refuerza los lazos familiares y comunitarios, reafirmando su lugar central en la cultura argentina.